Comentario
A grandes rasgos, se puede decir que, en el siglo XIX, parte del excedente de población de la periferia marítima emigra preferentemente hacia el ultramar (América y Norte de África), mientras que las provincias del interior lo hacen en mayor número a determinadas ciudades españolas en crecimiento.
La emigración al exterior tuvo una primera fase prohibicionista en el siglo XIX (si bien hubo un considerable número de clandestinos) y otra liberalizadora desde los años cincuenta. Fue el triunfo de las tesis liberales sobre las mercantilistas.
Desde principios del siglo XIX se observa una doble dirección en la salida, Argelia y América.
Los españoles que llegan al Norte de África proceden de Alicante, Murcia y Almería. En muchos casos, como ha estudiado Juan Bautista Vilar (1975), se trata de una emigración temporal y anual tipo golondrina. En 1861 vivían en Argelia casi 60.000 españoles que ya eran 114.000 en 1881.
La emigración al continente americano, relativamente débil en el siglo XVIII, se mantiene hasta la independencia (aunque continúa a Cuba y Puerto Rico, territorios españoles durante el siglo XIX). La corriente volverá con cierta fuerza desde comienzos de los años cincuenta aunque este período del proceso emigratorio al continente americano está muy mal estudiado, entre otros motivos por la falta de estadísticas que comienzan a principios de los años ochenta del siglo XIX. En todo caso, la mayor parte de los emigrantes proceden de las provincias costeras del Norte de España (de Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco) Cataluña y las Islas Canarias.
La emigración interna, el movimiento de población del campo a la ciudad, es relativamente claro desde la década de 1830 y se intensifica desde la de 1850, sin llegar a las masivas movilizaciones que se darán cien años más tarde, en períodos muy cercanos a nuestros días.
La mayor parte de los emigrantes que llegan a las ciudades en crecimiento no proceden de los pequeños pueblos, tan habituales en buena parte de España, sino más bien de los pueblos intermedios, muchos de ellos cabeceras de comarca con una población entre 5.000 y 10.000 habitantes, así como de otros pueblos mayores y ciudades en declive. El conjunto de la población de las localidades de más de 10.000 habitantes no aumenta excesivamente su porcentaje de habitantes respecto al total nacional, pero sí lo hacen algunas ciudades concretas, como enseguida veremos.
Barcelona y su entorno es una avanzada de la inmigración en la primera mitad del siglo XIX. Conforme se afianza la industria, otras ciudades del Norte de España tienden a ser zonas de atracción. Además, hay núcleos interiores como Madrid, Zaragoza y Valladolid.
Durante los primeros setenta años del siglo la mayor parte de la inmigración a las ciudades se abastece de las comarcas cercanas. Como indica Shubert (1990), la mayoría de los trabajadores en las fábricas de Barcelona en el siglo XIX eran probablemente inmigrantes del campo catalán. No será hasta finales de este siglo y durante el XX cuando lleguen de regiones más alejadas, especialmente del sur de España. Algo similar ocurre en las demás ciudades de crecimiento basado en la industria y los servicios. Hay una excepción: Madrid, capital a la que afluyen desde principios del siglo inmigrantes procedentes de toda la nación. En 1850 los nacidos en Madrid o su provincia eran sólo el 40 por ciento de su población. En todo caso, como ha puesto de manifiesto Antonio Fernández, la primera etapa (1800-1840) es de estancamiento de la población. En las décadas de los cuarenta y cincuenta hay un claro crecimiento del vecindario de la Villa. El crecimiento vegetativo es escaso o incluso negativo durante años. Si hay crecimiento se debe al componente inmigratorio. Los inmigrantes de Madrid proceden de toda España, con un porcentaje importante de asturianos y gallegos (especialmente de Lugo), además de las provincias cercanas de Castilla la Vieja y la Nueva.
Este trasvase de población, que afectó especialmente, como queda dicho, a la periferia y al norte como regiones receptoras, significó un espectacular crecimiento de algunas ciudades que aumentan de población a un ritmo mucho mayor que la media nacional. Si bien, aunque hay incremento de la población de algunas ciudades, habrá que esperar a finales del siglo XIX y al siglo XX para que haya un definitivo despegue urbano. Entre 1850 y 1900, España dobló su población urbana, mientras que Gran Bretaña lo triplicó y Alemania lo cuadruplicó.
Los tres primeros tercios del siglo fueron de un crecimiento moderado del conjunto de la población española, pero mucho más importante si consideramos sólo el de las ciudades.
La población de las capitales de provincia representaba en 1834 el 10,87% del total nacional y en 1877 el 13,53%. En este mismo período diecisiete capitales duplicaron su población. No obstante, de estas ciudades sólo doce superan los 50.000 habitantes en 1877, con un máximo de 400.000 habitantes (Madrid) y 250.000 (Barcelona) y un mínimo de 50.000 (Valladolid). En conjunto, estas ciudades tienen más de un millón y medio de habitantes, que representan casi el 10% del total nacional.
La mayoría de las capitales de provincia había crecido, o al menos se había mantenido, como ciudades de servicios: comerciales, militares, administrativos, políticos, jurídicos, educativos y eclesiásticos. Es el caso, por ejemplo, de Burgos, Pamplona, Zaragoza, Murcia, Córdoba, Jaén o Granada. El naciente ferrocarril en los años cincuenta, sesenta y setenta creó nudos de comunicaciones que beneficiaron a algunas ciudades, como es el caso de Valladolid. Por fin, alguno de estos núcleos se convirtieron también en ciudades industriales: algunas de las mayores como Barcelona (y las ciudades de su alrededor), Málaga, Bilbao o Valladolid sumaron esta industria a los papeles comerciales y administrativos.
Además de estas ciudades principales, existían otros núcleos más o menos urbanos (superiores a 10.000 habitantes). En los 84 núcleos de población de más de 10.000 habitantes, vivían a finales del siglo XVIII el 14,2% de la población y en 1860 el 14,5% de la población y en 1900 cerca del 21%. Si tomamos como referencia los pueblos de más de 5.000 habitantes, el porcentaje es 22,5 y casi el 30% respectivamente. Muchos de estos núcleos eran cabecera de comarca. Aún existían otras ciudades más pequeñas que apenas sobrepasaban los diez mil habitantes tales como Béjar, Marbella o Antequera que se configuran o reafirman como sedes de una industria más o menos duradera.
La afluencia de inmigrantes y el crecimiento de las ciudades con mayor vitalidad exigió buscar nuevos espacios para albergar la población. Un fenómeno común fue el del crecimiento en altura y la construcción de muchos más edificios en el centro, urbanizando los espacios hasta entonces ocupados por huertas o zonas amplias de conventos y monasterios nacionalizados y subastados como consecuencia del proceso desamortizador. Otra manifestación es la necesidad de ensanchar las ciudades, como el barrio de Salamanca en Madrid, o el trazado de proyectos a largo plazo (planes Cerdá y Castro en Barcelona y Madrid, por ejemplo) y el derribo de las murallas de las ciudades en desarrollo que son derribadas en Burgos (1831), Almería (1854), San Sebastián (1864), Valencia (1865), Madrid (1868) y Barcelona (1868). En contraposición a los ensanches y derribos de murallas, podemos señalar para otras ciudades un hecho tan significativo o más: la continuación de las murallas en muchas ciudades del interior, prueba de su congelación y falta de vitalidad.